Donde confluyen los términos de Jamilena, Martos y
Torredonjimeno existe un paraje medroso y sombrío en cuya hondonada se
emplaza un antiguo molino arruinado. El silencio de esos pagos sólo lo
rompe el murmullo de las aguas cuando el arroyo se acaudala con las
lluvias y el rumor del viento tañe su melodía en el ramaje de la
alameda, sonidos a los que de vez en cuando se le acopla el ulular de
algún mochuelo en su olivo. Se cuenta que las mujeres que venían desde
el pueblo y los cortijos a lavar al arroyo del Cubo eran apedreadas por
el duende que se paseaba por sus inmediaciones.
El molino del Cubo fue en su día una aceña que, en
la edad de las luchas fronterizas, los caballeros calatravos
fortificaron, robusteciendo sus muros y abriéndole en sus paredes
saeteras. El molino del Cubo se erigió a la vera de un arroyo que nace
en la Sierra de la Grana, del que a lo largo de los siglos se
aprovecharon sus caudalosas aguas para la molienda del grano. Con el
tiempo el molino se quedó sin molineros, y guirnaldas de frondosa yedra
cubrieron su paredón norte. La incuria y la ruina hicieron su trono en
el viejo edificio, pero -afirman nuestros mayores- que al molino no le
faltan moradores, y entre ellos hay un caballero enlutado que andorrea
el paraje mendigando conversación.
A éste son muchos los que aseveran habérselo encontrado.
Como es el caso de cierto peón que un buen día
laboraba en el cotarro del barranco, frente al ergástulo derruido. Dejó
la azada para hacer una pausa a su faena, y echar un bocado. Cogió el
hombre su talega que la había colgado de una rama, sacó su fiambrera y
el pan, y la cantimplora que la puso a la mano. Despatarrado, con la
pitanza entre sus piernas, se dispuso el buen hombre a practicar un
orificio en el bollo, sobre el que escanció el aceite de su alcuza. De
vez en cuando, a un bocado de pan pringoso de aceite, el campesino
cortaba con su cuchillejo rebanadas de chorizo.
Disfrutaba el hombre con su yantar, cuando en esas
que llegó un extraño, vestido de levita, con cara pálida y los ojos
desorbitados.
-¡Buenas tardes nos dé Dios! -dijo el labriego.
-Buenas sean. -le contestó el extraño.
Ambos trabaron conversación, sobre el campo, sobre
las lluvias y trivialidades varias. Después de un rato de conversa,
cuando el buen almorzador reparó en que no había invitado a su nuevo y
extraño amigo a comer, le dijo, arrimándole la fiambrera:
-¿Gusta usted? ¿Quiere echar un bocado conmigo, amigo?
-¡Ah! -suspiró el de la levita- ¡Comer! No me echo a la boca un trozo de pan hace cientos de años.
El rústico se le quedó mirando, creyendo que el
aserto del invitado era una hipérbole. Fue a echarse un bocado y cuando
levantó la cabeza, el hombre de la levita se había desvanecido con el
mayor de los sigilos, sin siquiera despedirse con un "¡Quede usted con
Dios!" ni tampoco habérsele oído decir esta boca es mía. Se levantó el
hombre y por mucho que miró no pudo ver a su melancólico acompañante.
A éste fantasma de la levita que, según sus propias
declaraciones, gastaba hambre centenaria se le volvería a avistar en
otra ocasión, esta vez por un zagal. El rapaz había ido a cazar
furtivamente, cuando columbró a lo lejos a un melancólico personaje que
vagaba por el campo, lustrosamente vestido, con su levita negra y un
sombrero grande, muy grande, de dimensiones anormales que llamó
poderosamente la atención del zagal. El cazador se dio a la fuga,
pensando que podría tratarse del fantasma que vagaba por aquellos lares.
Otro de los encantados personajes que moran en el
Molino, y se pasea por los vericuetos de la barranquera es el famoso
duende, que no hay que confundirlo con el de la levita. Es un chiquitín
verde, con cara envejecida, que a veces sale de su ignoto escondrijo y
salta sobre las breñas.
Me contó mi viejo vecino, Cosme "El Triguero", que
una mañana, muy de temprano, un vecino se fue a cobrar las presas que le
hubieran deparado las trampas que había puesto hacía unos días en
aquellos pagos.
"¿Pero adónde vas a estas horas, con lo que ha llovido esta noche?" -le dijo su mujer.
"Al Molino del Cubo, a ver si ha habido suerte y me traigo algunos pajarillos".
Llegado al Molino, el trampero fuése buscando sus
trofeos. Podía sentir las suelas de sus botas hundirse en el peguntoso
fiemo de la orilla del arroyuelo. Al pie de un álamo se agachó, pues
justo allí había puesto una liga. Estaba de suerte, había cazado un
zorzal. En cuclillas se entretenía el hombre en desprender su presa,
cuando alguien que le vino por la espalda, le saludó afablemente.
-Buenos días, buen hombre.
El hombre contestó al saludo. Sin levantarse y ni
siquiera mirarse las caras entablaron una conversación amistosa sobre la
noche de agua que había caído. El hombre miró a sus espaldas, pero no
vio los zapatos de su interlocutor. Una vez recabada la trampa e
insaculado el zorzal en su saco, el paisano, confianzudamente, se dio la
vuelta, pero sus ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. Frente
a él tenía a una criatura de otro mundo que levitaba sobre el barrizal a
unos palmos, el duende iba calzado con lustrosos zuecos y se tocaba la
cabecilla con un cucurucho. El humilde cazador, amedrantado, echó a
correr despavorido, corrió y corrió en su carrera, tantas veces mirando a
sus espaldas por ver si le venía a la zaga aquel personaje, hasta que
llegó al pueblo sin resuello.
Días después el cristiano finaba sus días, y cuantos
me contaron el suceso coinciden en afirmar que la razón de su muerte se
debió a la impresión que le causó aquel encuentro con el cabiro.
También se cuenta que un padre y su hijo que
paseaban por aquellos andurriales, tuvieron un encuentro con el duende.
Pero a estos no les espantó su aspecto, todo lo contrario, charlaron con
él hasta que el duende le dijo al padre: "Si quieres ser feliz, ven
detrás de mí". El hombre pensó que el duende lo conduciría a la cueva
del tesoro que dicen que guarda el duendecillo, y marchó tras él con su
hijo de la mano. Anduvieron largo trecho remontando el cauce del
arroyuelo, en dirección a la Sierra de la Grana. Sortearon zarzas y
saltaron las peñas... Hasta que el hombre, después de mucho rato de
caminar, se detuvo y le dijo al duende muy contrariado:
-Pero, ¿a dónde nos quieres llevar?
-Si quieres ser feliz, ven detrás de mí. -repetía el duendecillo, con una sonrisa picaruela.
El hombre, enojado por la larga marcha, se fatigó
tanto que le espetó a bocajarro al duende que se fuese a freír monas,
pues ya estaba harto de andar. El duendecillo verde se enrabiscó, se
metió hasta sus cejas el gorro, y desapareció tras él.
A mediados del siglo XX cundió por Torredonjimeno
una noticia que causó furor: un hombre, andorreando los parajes del
Molino, se había encontrado un zueco de madera. La peculiaridad del
hallazgo consistía en la pequeñísima talla, imposible de acoger el pie
humano más pequeño de un crío. Podría tratarse de un juguete, pero el
sonto zueco presentaba todos los indicios de haber sido usado
pedestremente, que por el roce estaba muy gastado como se podía
advertir. Era de suponer que el susodicho zueco hubiera sido empleado en
muchas caminatas por aquellas barranqueras, antes de perdérsele a su
incógnito dueño. Muy pronto se atribuyó al vestuario de nuestro duende
aquel diminuto zueco. Y todavía hay personas vivas en la localidad,
aunque no quieren que se les hable del asunto, que aseguran haber visto
este calzado. Nadie sabe decir en qué casa se embauló aquel hallazgo,
perdiéndosele la pista por última vez.
El edificio del Molino es de varios pisos, y
conserva vestigios de su imponente planta primitiva. También se pueden
localizar marcas de cantería en sus sillares, exhibiendo ojivas
tardogóticas y blasonando su fachada con una lápida fundacional, en la
cual se hallan inscritos caracteres góticos difíciles de descifrar por
el desgaste del tiempo.
Leyendas más recientes hablan también de un niño
(nadie dice que sea verde), triste y tímido, que se pasea por las
cercanías del molino, escurriéndose de las miradas de los mortales. De
vez en cuando parece que le da por gastar bromas, así nos lo pinta Juan
Eslava Galán.