lunes, 7 de julio de 2014

Visita al Sanatorio de Sierra Espuña

En esta ocasión ponemos rumbo al viejo Sanatorio de Sierra Espuña, rodeado de un paisaje idílico que será la delicia de cualquier fotógrafo, senderista o simplemente para pasar un dia en la naturaleza con la familia.
Antiguo Sanatorio de Tuberculosos de Sierra Espuña es el nombre que reciben los restos del edificio que albergó a enfermos de tuberculosis y lepra en la Sierra de Espuña entre 1917 y 1962.
La primera piedra se pone en el último trimestre de 1913 cuando las autoridades regionales tienen que tomar decisiones drásticas ante los estragos que estaba causando la tuberculosis entre la población civil. Dado el carácter contagioso de esta enfermedad se decide recluir a los enfermos en un lugar aislado; además, hasta entonces, el aire puro y limpio de la sierra era el mejor alivio que existía. La obra se prolongará durante varios años concluyéndose en 1917 la primera planta del hospital, aunque no fue hasta 1934 cuando se terminó por completo. La explicación de una construcción tan lenta radica en que fue levantado por los propios vecinos, normalmente, en verano, aprovechando los inviernos para recaudar fondos. En 1931 el edificio pasó a ser propiedad del Estado.
La estructura la forman tres alas de dos alturas y el sótano. Con los años se fueron añadiendo la casa del conserje, el depósito de cadáveres, los velatorios, un acueducto para recoger agua del deshielo, etc. La cubierta es a dos aguas y en el centro hay un torreón típico de las construcciones de la época. De cara a la fachada principal se levanta la escultura de Cristo.

 Una vez concluida la larga obra empiezan a trasladarse los enfermos al lugar. El hospital contaba con doscientas camas y 50 empleados. En la planta superior se ubicaron los enfermos más graves que necesitaban reposo y estaban aislados; mientras que, en la planta baja lo hicieron los menos graves pudiendo dar incluso paseos por la sierra y ser visitados por los familiares. Normalmente la mayoría acababa subiendo a la planta alta y muriendo tras una larga agonía. Una vez a la semana subía en carro el sepulturero del cementerio a recoger los cadáveres para darles entierro. En invierno, con los caminos nevados, se convirtió en el único enlace entre el hospital y la civilización.
Aparte de sanatorio, el edificio se convirtió en ambulatorio para los vecinos. De esta guisa llegamos al año 1949 cuando se descubre la estreptomicina que supuso un cambio radical en el cuidado de enfermos con tuberculosis. Poco a poco muchos de los internos fueron recuperándose de las graves dolencias que padecían y dados de alta. Los pocos que quedaron se trasladaron al Hospital Provincial. El Ministerio de la Gobernación, que detentaba entonces las competencias en sanidad, decide entonces reconvertir el complejo en un orfanato.
Los elevados gastos de manutención de un edificio de tal envergadura llevan al Ministerio, en 1962, a declararlo como no rentable provocando su cierre.
A principios de la década de 1980 el Gobierno Regional, con las competencias en materia de sanidad ya transferidas, hace una fuerte inversión para reconvertir la antigua casa de cura en un albergue juvenil. No obstante, la falta de presupuesto hace que sólo se rehabilite el ala izquierda, quedando el resto igualmente abandonado. Aunque el nuevo albergue se promocionó a bombo y platillo apenas tuvo afluencia de jóvenes, declarando los pocos que fueron lo incómo e inhóspito del sitio por tener contiguas las viejas ruinas hospitalarias. Tras varios veranos de decadencia, en 1995, se echa el cierre definitivo. Inicialmente se le puso vigilancia para evitar que fuera vandalizado pero esta fue retirada en 1997.
Desde que en los años 1960 cerrara sus puertas el Sanatorio una leyenda negra pesa sobre el, los visitantes afirman haber vivido experiencias paranormales en su interior, las cuales son todas verdaderas. Mucha gente ha afirmado tener experiencias paranormales dentro y otros que simplemente es el miedo que pasa por estar dentro.






















miércoles, 14 de agosto de 2013

El Molino el Cubo II Leyendas y testimonios

 


Donde confluyen los términos de Jamilena, Martos y Torredonjimeno existe un paraje medroso y sombrío en cuya hondonada se emplaza un antiguo molino arruinado. El silencio de esos pagos sólo lo rompe el murmullo de las aguas cuando el arroyo se acaudala con las lluvias y el rumor del viento tañe su melodía en el ramaje de la alameda, sonidos a los que de vez en cuando se le acopla el ulular de algún mochuelo en su olivo. Se cuenta que las mujeres que venían desde el pueblo y los cortijos a lavar al arroyo del Cubo eran apedreadas por el duende que se paseaba por sus inmediaciones.
El molino del Cubo fue en su día una aceña que, en la edad de las luchas fronterizas, los caballeros calatravos fortificaron, robusteciendo sus muros y abriéndole en sus paredes saeteras. El molino del Cubo se erigió a la vera de un arroyo que nace en la Sierra de la Grana, del que a lo largo de los siglos se aprovecharon sus caudalosas aguas para la molienda del grano. Con el tiempo el molino se quedó sin molineros, y guirnaldas de frondosa yedra cubrieron su paredón norte. La incuria y la ruina hicieron su trono en el viejo edificio, pero -afirman nuestros mayores- que al molino no le faltan moradores, y entre ellos hay un caballero enlutado que andorrea el paraje mendigando conversación.
A éste son muchos los que aseveran habérselo encontrado.
Como es el caso de cierto peón que un buen día laboraba en el cotarro del barranco, frente al ergástulo derruido. Dejó la azada para hacer una pausa a su faena, y echar un bocado. Cogió el hombre su talega que la había colgado de una rama, sacó su fiambrera y el pan, y la cantimplora que la puso a la mano. Despatarrado, con la pitanza entre sus piernas, se dispuso el buen hombre a practicar un orificio en el bollo, sobre el que escanció el aceite de su alcuza. De vez en cuando, a un bocado de pan pringoso de aceite, el campesino cortaba con su cuchillejo rebanadas de chorizo.
Disfrutaba el hombre con su yantar, cuando en esas que llegó un extraño, vestido de levita, con cara pálida y los ojos desorbitados.
-¡Buenas tardes nos dé Dios! -dijo el labriego.
-Buenas sean. -le contestó el extraño.
Ambos trabaron conversación, sobre el campo, sobre las lluvias y trivialidades varias. Después de un rato de conversa, cuando el buen almorzador reparó en que no había invitado a su nuevo y extraño amigo a comer, le dijo, arrimándole la fiambrera:
-¿Gusta usted? ¿Quiere echar un bocado conmigo, amigo?
-¡Ah! -suspiró el de la levita- ¡Comer! No me echo a la boca un trozo de pan hace cientos de años.
El rústico se le quedó mirando, creyendo que el aserto del invitado era una hipérbole. Fue a echarse un bocado y cuando levantó la cabeza, el hombre de la levita se había desvanecido con el mayor de los sigilos, sin siquiera despedirse con un "¡Quede usted con Dios!" ni tampoco habérsele oído decir esta boca es mía. Se levantó el hombre y por mucho que miró no pudo ver a su melancólico acompañante.
A éste fantasma de la levita que, según sus propias declaraciones, gastaba hambre centenaria se le volvería a avistar en otra ocasión, esta vez por un zagal. El rapaz había ido a cazar furtivamente, cuando columbró a lo lejos a un melancólico personaje que vagaba por el campo, lustrosamente vestido, con su levita negra y un sombrero grande, muy grande, de dimensiones anormales que llamó poderosamente la atención del zagal. El cazador se dio a la fuga, pensando que podría tratarse del fantasma que vagaba por aquellos lares.
Otro de los encantados personajes que moran en el Molino, y se pasea por los vericuetos de la barranquera es el famoso duende, que no hay que confundirlo con el de la levita. Es un chiquitín verde, con cara envejecida, que a veces sale de su ignoto escondrijo y salta sobre las breñas.
Me contó mi viejo vecino, Cosme "El Triguero", que una mañana, muy de temprano, un vecino se fue a cobrar las presas que le hubieran deparado las trampas que había puesto hacía unos días en aquellos pagos.
"¿Pero adónde vas a estas horas, con lo que ha llovido esta noche?" -le dijo su mujer.
"Al Molino del Cubo, a ver si ha habido suerte y me traigo algunos pajarillos".
Llegado al Molino, el trampero fuése buscando sus trofeos. Podía sentir las suelas de sus botas hundirse en el peguntoso fiemo de la orilla del arroyuelo. Al pie de un álamo se agachó, pues justo allí había puesto una liga. Estaba de suerte, había cazado un zorzal. En cuclillas se entretenía el hombre en desprender su presa, cuando alguien que le vino por la espalda, le saludó afablemente.
-Buenos días, buen hombre.
El hombre contestó al saludo. Sin levantarse y ni siquiera mirarse las caras entablaron una conversación amistosa sobre la noche de agua que había caído. El hombre miró a sus espaldas, pero no vio los zapatos de su interlocutor. Una vez recabada la trampa e insaculado el zorzal en su saco, el paisano, confianzudamente, se dio la vuelta, pero sus ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. Frente a él tenía a una criatura de otro mundo que levitaba sobre el barrizal a unos palmos, el duende iba calzado con lustrosos zuecos y se tocaba la cabecilla con un cucurucho. El humilde cazador, amedrantado, echó a correr despavorido, corrió y corrió en su carrera, tantas veces mirando a sus espaldas por ver si le venía a la zaga aquel personaje, hasta que llegó al pueblo sin resuello.
Días después el cristiano finaba sus días, y cuantos me contaron el suceso coinciden en afirmar que la razón de su muerte se debió a la impresión que le causó aquel encuentro con el cabiro.
También se cuenta que un padre y su hijo que paseaban por aquellos andurriales, tuvieron un encuentro con el duende. Pero a estos no les espantó su aspecto, todo lo contrario, charlaron con él hasta que el duende le dijo al padre: "Si quieres ser feliz, ven detrás de mí". El hombre pensó que el duende lo conduciría a la cueva del tesoro que dicen que guarda el duendecillo, y marchó tras él con su hijo de la mano. Anduvieron largo trecho remontando el cauce del arroyuelo, en dirección a la Sierra de la Grana. Sortearon zarzas y saltaron las peñas... Hasta que el hombre, después de mucho rato de caminar, se detuvo y le dijo al duende muy contrariado:
-Pero, ¿a dónde nos quieres llevar?
-Si quieres ser feliz, ven detrás de mí. -repetía el duendecillo, con una sonrisa picaruela.
El hombre, enojado por la larga marcha, se fatigó tanto que le espetó a bocajarro al duende que se fuese a freír monas, pues ya estaba harto de andar. El duendecillo verde se enrabiscó, se metió hasta sus cejas el gorro, y desapareció tras él.
A mediados del siglo XX cundió por Torredonjimeno una noticia que causó furor: un hombre, andorreando los parajes del Molino, se había encontrado un zueco de madera. La peculiaridad del hallazgo consistía en la pequeñísima talla, imposible de acoger el pie humano más pequeño de un crío. Podría tratarse de un juguete, pero el sonto zueco presentaba todos los indicios de haber sido usado pedestremente, que por el roce estaba muy gastado como se podía advertir. Era de suponer que el susodicho zueco hubiera sido empleado en muchas caminatas por aquellas barranqueras, antes de perdérsele a su incógnito dueño. Muy pronto se atribuyó al vestuario de nuestro duende aquel diminuto zueco. Y todavía hay personas vivas en la localidad, aunque no quieren que se les hable del asunto, que aseguran haber visto este calzado. Nadie sabe decir en qué casa se embauló aquel hallazgo, perdiéndosele la pista por última vez.
El edificio del Molino es de varios pisos, y conserva vestigios de su imponente planta primitiva. También se pueden localizar marcas de cantería en sus sillares, exhibiendo ojivas tardogóticas y blasonando su fachada con una lápida fundacional, en la cual se hallan inscritos caracteres góticos difíciles de descifrar por el desgaste del tiempo.
Leyendas más recientes hablan también de un niño (nadie dice que sea verde), triste y tímido, que se pasea por las cercanías del molino, escurriéndose de las miradas de los mortales. De vez en cuando parece que le da por gastar bromas, así nos lo pinta Juan Eslava Galán.